Esto no es como Barcelona, pero
cuando uno hace lo que puede tampoco debe exigírsele más de la cuenta. Es
cierto que la foto puede resultar engañosa, porque está tomada a comienzos de
la jornada y aún hay poca gente curioseando; luego la cosa se fue animando, con
la ayuda del buen tiempo que a mediodía y por la tarde ofrecía algo parecido al
calorcillo primaveral lejos del rigor tempranero.
Era, una
vez más, el Día del Libro, en jornada adelantada por aquello de que aquí se le
sigue teniendo mucho miedo al domingo y todo el mundo (o sea, los libreros)
piensan que mejor en sábado. Las autoridades acudieron puntualmente a la cita
obligada para ofrecer sus discursos a la concurrencia, coincidiendo todos (y ya
es cosa curiosa que coincidan en algo) en defender y proclamar la importancia
de la lectura, el valor social y humanístico de tener un libro en las manos, el
compromiso con el mantenimiento de ejemplares en papel, en la seguridad de que
podrá resistir el empuje de las tecnologías en forma de pantalla.
En la
acerca de la Plaza de la Hispanidad, ocho librerías cuidadosamente ordenadas en
fila ofrecían a los curiosos una nutrida batería de títulos, con predominio
destacado de los betsellers y los libros infantiles y juveniles junto a la
clamorosa ausencia de libros sobre Cuenca o de autores conquenses, aunque
algunos de estos últimos aún se atrevieron a convocar citas para firmar
ejemplares.
Esto no es
Barcelona. No hay una multitud apretujándose por las Ramblas, no vienen los
grandes santones de la literatura (entre otros motivos porque todos están allí),
no hay rosas (un año las hubo pero parece que el invento no cuajó), pero hay
libros, mostradores con libros, paseantes buscando aquella sugerencia que pueda
atraer su atención y libreros, esforzados libreros que siguen peleando por
conseguir que la fiesta no decaiga.
Es un día
bonito este 23 de abril. Está bien que lo mantengamos, que se mantenga muchos
años más. Si es posible, siempre.
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