Durante
toda su vida, y más aún en los últimos años, Carlos Albendea ha estado siempre
haciendo bromas con su progresivo acercamiento a la muerte, buscando en los demás
el natural estímulo sobre lo bien que se conservaba, pese al envejecimiento,
algo que ya iba resultando difícil de decir (y más aún, de creer) porque el
deterioro físico era evidente. En octubre pasado cumplió 92 años y no ha podido
hacer realidad el sueño de llegar a los cien. Uno de estos días pasados, no se
exactamente cual (los periódicos conquenses, en papel o digitales, ya no siguen
el rastro de los fallecimientos y así es difícil llevar el cómputo de las pérdidas),
la vida de Carlos Albendea se apagó silenciosamente, según me dice, sentado en
una silla, sin protestar ni quejarse.
Hay un
perfil del personaje que lo vincula a la secretaría administrativa de la Escuela
de Magisterio, en su antigua sede de la calle Astrana Marín, donde el terror de
los alumnos por su forma rigurosa de aplicar a todo el mundo los rigores de la
burocracia en forma de papeles, sellos, pólizas, certificados y demás
invenciones propias del caso, rigor que se atemperaba de manera muy notable si
quien había al otro del mostrador tenía unos ojos sugerentes, una mirada pícara
o unas piernas bien torneadas, que él admiraba, piropeaba y lisonjeaba al hispánico
modo, no sin algo de picardía verbal.
Y hay
otro perfil, el que yo quiero destacar aquí, entre otros motivos porque es el
que el me hizo relacionarme más directamente con él, el fotógrafo innovador, el
que tenía en las manos las cámaras más avanzadas y los objetivos más audaces,
siempre a la búsqueda del rincón conquense más original o del detalle artístico
de mayor significación y detalle. Nadie como él fotografió la catedral, por
cuyos rincones y capillas tenía bula para campar libremente mientras que sus imágenes
espectaculares, sobre todo las que hacía con el objetivo ojo de pez, el único
entonces existente en el gremio de fotógrafos locales, como esta que forma
parte de mi colección particular y que aquí acompaño para recordatorio de los
antiguos y conocimiento de los jóvenes.
Un día,
Carlos Albendea colgó las cámaras. Por más que se lo pregunté, no hubo manera
de conseguir una explicación convincente. Me he cansado, la fotografía ya me
aburre, decía como monocorde respuesta. Hace unos años casi conseguí
convencerlo de que sacara todos los negativos y recuperara algunas imágenes
para hacer una exposición suficiente como para volver a revitalizar su trabajo
de tanto tiempo. Casi lo conseguí pero no fue posible. El leve entusiasmo que
pareció mostrar se evaporó rápidamente y ya no hubo posibilidad alguna. Ni
siquiera me quiso explicar en detalle qué había sido de su archivo personal. Espero
que quien lo haya heredado lo trate con el necesario y respetuoso cuidado, el
mismo que, creo yo, merece el recordatorio del amable cascarrabias que fue
Carlos Albendea.
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